Todo el que haya vivido un tiempo en Zaragoza sabe perfectamente que en esta ciudad existe una esquina lenta. Un lugar muy céntrico en el que la disposición de los edificios provoca una peculiar concentración del viento que casi impide caminar, que frena radicalmente los pasos del viandante, dando la impresión de que en ese pedazo de acera el tiempo se estira extraordinariamente, se roza la eternidad.

viernes, 24 de agosto de 2012

Para un taller de brevedades - 1

La escritura de narraciones más extensas (relatos largos y novelas) depende más de la “transpiración”, de la constancia. Tras una primera versión escrita a lomos del gozo, creación pura y muy libre, la parte del vuelo del ángel, llega el fastidioso y humildísimo trabajo de las sucesivas revisiones para limar ripios, calzar frases cojas, eliminar incoherencias, cortar o añadir información para mantener vivo el fuego de la intriga, vigilar la verosimilitud, verificar uno a uno los microcircuitos de la narración... Esta es la parte triste del trabajo del narrador, la parte gallinácea, la parte del oficinista literario, del ingeniero de palabras, de la jornada de ocho horas. Es la parte sin brillo, aunque en el transcurso de alguna revisión suele sorprendernos algún resplandor que nos posibilita añadir algo nuevo y que nos hace el día grato. Otra ventaja de las narraciones extensas es que nos permite ser y sentirnos escritores todos los días, y no meros domingueros o visitadores de la literatura. Porque poemas, greguerías y microrrelatos son pan para hoy y hambre para mañana. Cosa de bohemios, vagos y maleantes. En realidad, muchas veces, los escritores de brevedades no visitan la literatura, sino que esperan que la literatura les haga una visita. Una visita sorpresa, por fuerza. Y si la visita es muy querida, porque depende de ella nuestra autoestima o nuestra esencia de “ser escritores”, puesta en duda casi a diario, entonces la espera deriva fácilmente en desasosiego.

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